En enero se encendieron las alarmas. Alcanzar un precio mayorista de la electricidad cercano a los 100€ por megavatio hora ha trasladado a la primera página de todos los diarios la evidencia de un problema de difícil solución. Sin lluvia, sin viento, sin sol… los precios escalan. Y si en este cóctel mezclamos también la ola de frío, la parada de nucleares francesas, un precio del gas desorbitado, y la apreciación del dólar frente al euro, se produce la tormenta perfecta. El Ministro Nadal, en su última comparecencia en comisión parlamentaria no pudo ser ni más explícito ni más certero sobre las causas del incremento, y anunció medidas específicas para tratar de lograr un mejor precio del gas. Con independencia de su resultado, la electricidad bajará de nuevo, y probablemente no volveremos a afrontar picos similares en mucho tiempo -el anterior había sido en 2013-.
Desde el punto de vista de un consumidor industrial, hace tiempo que sabemos que el clima determina el precio de la electricidad en la mayoría de los países europeos. La progresión de las renovables en la configuración del mix energético tiene obvios beneficios medioambientales, pero encierran un riesgo de indisponibilidad ante el que sólo podemos -hasta que se desarrollen tecnologías de acumulación efectivas- disponer de suficientes centrales de respaldo que, lógicamente, encarecen el acceso a la electricidad.
Pero el problema para las industrias más o menos intensivas en su consumo energético, no se halla en afrontar momentos muy puntuales, esporádicos y breves de precios altos en el mercado mayorista, sino en la denominada cuota “social” del precio. Nuestra industria compite, fundamentalmente, con las industrias de los países de nuestro entorno, y las razones que han hecho elevar nuestro coste eléctrico estos días han afectado han afectado de forma similar a los demás países europeos. Es decir, no hemos perdido competitividad frente a ellos.
Por el contrario, y el Ministro lo subrayó sin ninguna ambigüedad, el lastre de nuestro país es que los consumidores tenemos que sumar en nuestra factura, en números gruesos, 7.000 millones de euros de primas a renovables, cerca de 3.000 millones -entre principal e intereses- del déficit de tarifa, 750 de extrapeninsularidad, y, no lo olvidemos, un impuesto extraordinario del 7% a la generación de energía que se aprobó en 2012 -del que nos dijeron tendría carácter temporal- y que por supuesto nos trasladan las empresas productoras por valor de otros 3.000 millones de euros anuales.
Y esto es lo constituye el verdadero diferencial competitivo con la mayoría de las industrias europeas. Aliviar esta carga sólo es posible si trasladamos estos costes a los Presupuestos Generales del Estado, algo que, con la situación de la cuentas públicas, es difícil de acometer de forma inmediata, pero que puede ser acometido de forma gradual e inicialmente sobre el consumidor industrial, en un periodo de tiempo razonable, y teniendo en cuenta que el mero anuncio de una medida de este tipo nos situaría en el foco de atención de inversiones productivas de empresas con alto impacto en la generación de riqueza y empleo.
El problema no es la lluvia. En realidad, se trata de corregir decisiones políticas erróneas que, aunque fueran tomadas por uno u otro partido, es este gobierno y los partidos del arco parlamentario los que tienen el deber de solucionarlas hoy.