Juan A. Labat, 31 de mayo de 2016
En los últimos tiempos, y especialmente cuando estábamos sumidos en la parte más destructiva de la crisis, ha sido constante el debate en torno al modelo productivo que debíamos impulsar en Europa. Las opiniones han sido más o menos acertadas y más o menos diversas, pero resultó especialmente relevante la expresada por el aquel entonces Vicepresidente de Comisión Europea y hoy eurodiputado, el italiano Antonio Tajani, señalando la necesidad de incrementar el peso de la industria en el PIB para garantizar la solidez y crecimiento de la economía europea.
Y fue paradójico. Porque en los últimos veinte años, si ha habido alguna institución dedicada a poner trabas al crecimiento industrial europeo, ésa ha sido precisamente la Comisión, empeñada en su viejo proyecto de convertir la economía europea en una economía basada en los servicios avanzados, obviando la realidad de que la demanda de los servicios avanzados –llámense de ingeniería, tecnología, innovación o consultoría- la genera esencialmente el sector industrial, y que sin él sólo se pueden desarrollar servicios primarios.
Pero, por otro lado, también resultó alentador, y más aun cuando el nuevo ejecutivo de Juncker decidió asumir como propio el objetivo prioritario de impulsar la industria. Por fin, el cambio que necesitábamos –pensábamos-.
Y sin duda pecamos de crédulos. Porque todos aquellos factores que determinan la competitividad industrial y sobre los que la Comisión tiene competencias, han seguido empeorando. Empezando por la absurda y asfixiante sobrerregulación comunitaria sobre la industria, que continúa creciendo y limitando la capacidad de operación de cualquier empresa. Y añadiendo además costes desorbitados en forma de tasas y otras figuras similares que hoy nos cuestan –y lo dice el propio informe encargado por la Comisión sobre el impacto de la normativa en el sector químico –entre 1.500 y 1.800 millones de Euros al año, tan sólo a las empresas radicadas en España.
O la energía, donde España, en su condición de isla energética, tiene que asistir al constante incumplimiento de los objetivos y compromisos de interconexión con los mercados europeos del gas y la electricidad –con la oportuna cooperación de Francia- ante la mirada impasible del ejecutivo comunitario. Unos deben ser más importantes o más europeos que otros.
La realidad es que los casos de inacción de la Comisión, especialmente cuando España solicita un mayor equilibrio en las políticas comunitarias -o Italia, que también goza de este “privilegiado” trato diferencial-, son tan numerosos, como su ejemplar disposición a atender las peticiones de Alemania cuando, por ejemplo, el gobierno alemán solicita que se autoricen ayudas de Estado porque los costes derivados de la obligación para las empresas implantadas en Europa de adquirir Derechos de Emisión de CO2 para poder producir, están destrozando su competitividad internacional. Y por supuesto que se autorizan. Y allí están todos nuestros competidores, alemanes, holandeses, belgas, británicos y franceses estableciendo, uno detrás de otro, las flagrantes ayudas de Estado. Y ahí están España e Italia, con las cuentas públicas maltrechas y un déficit que no acaba de corregirse, sin posibilidad objetiva de establecerlas. O todos, o ninguno, porque lo demás es manipular la competencia interior.
Y este problema suele puede solucionarse si el Gobierno que determinen las urnas -o los pactos- defiende desde todas las instituciones comunitarias y con mayor ahínco, un proyecto industrial europeo realista, efectivo y, por supuesto, equilibrado.